Le Tour du Monde
LA LIÉBANA

El Val de Coro. — La última ciudad. — Los Puertos de Áliva.
(26-28 de julio de 1892.)


Es la fiesta del pueblo de Piedras Luengas. En un prado al pie de un collado, bajo la mirada paternal del cura, todo el mundo baila. ¿Pasará un coche español delante del baile sin mezclarse? No ni por estás. El coche que nos precede se ha parado, nuestra diligencia le imita, de buen o mal grado. Pues ya todo un enjambre de alegres viajeros se mezclan en la fiesta y bailan el rústico baile, que dirige una orquesta primitiva. Seguimos también y bailamos con dos bonitas muchachas de Cervera que han charlado con los “ingleses” – que somos nosotros – desde el principio. El cochero llama; nosotros seguimos bailamos una jota o un fandango. Estamos en el tren o más bien fuera, pues el coche competidor se ha adelantado y todo el honor de la compañía está en juego. Nuestro cochero toma una heroica solución: fustiga y enfila. En presencia de este desastre nuestro entusiasmo se apaga. Escapamos del cura que nos saluda, de la orquesta que nos convida, de las bailarinas que nos reclaman; y saltando vallas y setos estamos con nuestras viajeras corriendo detrás del coche, tanto más presto a huir ya que está sin carga. ¡Extraño país esta España, donde la banalidad enfurruña por todas las partes, lo mismo en los ferrocarriles que en los coches públicos, allá donde todo es salvaje, feo y monótono! ¡La pintoresca locura de este “rigodón” de Piedras Luengas a 5.000 pies de altitud, al borde de un desfiladero salvaje y al pie de las últimas crestas peladas de la Meseta Castellana, en un prado raso, en medio de campesinos que no habían visto jamás a franceses y que interrumpían sus danzas para rodearnos! entre las casas atravesadas de la aldea.

Grabado

Covadonga. — Dibujo de Weber, Grabado por Ruffe.

Pasamos la noche en Potes. Al partir al día siguiente, graciosas caras nos miran en la apacible calle de la capital de la Liébana; el viejo castillo de Potes cubre de hiedras su pesada torre cuadrada del homenaje, entre el entramado de casas de la aldea; un rayo de sol sale por alguna tronera. Los campos de trigo ondulan al viento. En frente rodeado de brumas se levanta la muralla del macizo de Ándara, alto y recto de 2.000 metros, dentando su cresta a plomo sobre el valle. Abajo árboles de todos los tipos, robles, olmos, hayas, retamas encuadran el camino, que no es practicable en coche nada más que hasta Camaleño, a dos leguas cortas de Potes. La senda sube rápidamente a través de la garganta, que se cierra entre roqueros sombríos y praderas oscuras, haciendo codos imprevisibles, pasando sobre cornisas cubiertas de musgo dejando ver soto bosques tupidos donde pastan gordos animales. Por todas partes hay la agradable exhalación de los territorios que tienen buenas aguas, el aire de la montaña, una mezcla de perfumes de flores, olor de árboles, aroma de heno. Desde lo alto de una cuesta perdida en la enramada, a veces una aldea, como las Ilces, deja ver sus tejas rojas y su campanario achatado. El camino sube o baja, en la fresca cañada cruza un puente bordeado de limpios pilones, donde el torrente hace remolinos, con reflejos cobrizos, que sueltan un penacho de lluvia en polvo que se irisa al sol.

Por otra parte el sol lo llena todo en esta mañana pura; esta en las aguas, en las hierbas, en las hojas, al fondo del valle; está en la pared calcárea que orla de blanco el tapiz verde de la alta Liébana, — de un blanco tan mate en los días bonitos que la fotografía les da tintes de nieve — ; está en las faldas rojas, amarillas o azules de las muchachas que trabajan en los campos e interrumpen su tarea, sobre el terreno orientado al mediodía e inclinado a la luz, para con sus grandes ojos negros mirar a estos desconocidos y su caravana de equipaje; esta en nuestros caballos que tienen por sillas albardas de piel de carnero, con suaves rizos, y por bridas ronzales de cuerdas, dejando al animal relinchar libremente, mordisquear el tomillo y abrevar en los vados donde las piernas les tiritan en el agua clara.

En un último recodo del camino está Espinama, acurrucada en sus praderas y bosques, al pie de un gran pico calcáreo cortado en dientes de sierra, la Peña de Val de Coro. La aldea se extiende por la pendiente, sobre la margen izquierda del Deva, estamos en país amigo. Tan pronto como aparecemos sobre la loma se produce movimiento entre la espesura, son gentes que nos acechan y nos acogen. Un primer emisario nos saluda en lo alto de la cuesta. Más abajo el Sr. De Olavaria nos recibe con su administrador. Ha bajado de las minas de Liordes para darnos la bienvenida. Un poco más lejos nuestro guía del año pasado, Juan Suárez se nos echa en los brazos con efusión y rudamente nos abraza. Nuestro equipaje esparcido a todos los vientos, en los patios, por los graneros, son recogidos no sin trabajo y extendidos sobre el balcón. Pues hay un balcón en la casa de Celiz, un balcón emparrado, de madera tallada, orientado al bies hacia el mediodía, en frente de un tramo sinuoso del río que discurre sobre su lecho de guijarros, bajo una bóveda de arbustos entre praderas empinadas.

Dibujo

Las Ilces.

Nuestros “equipajes” se amontonan sobre la balaustrada, sobre la tarima, sobre las ventanas, entre la ropa puesta a secar, cuadernos de notas y sillas rotas. Alineamos, pesamos, recortamos, pegamos. Compraremos el pan y el vino en Áliva; mañana nos enviaran un cabrito entero; un paquete de reserva y cartas credenciales saldrá para Valdeón con un mensajero; mandamos a la mina a un cazador de Bulnes; las chuletas y los huevos se cocinan con sabia lentitud.

Nada falta y se puede partir. Nos dicen que los hombres están abajo. Falsa noticia; está el “regidor” con un prisionero y se nos pide que hagamos de intérpretes. Se abre la sala de justicia, no sobre el roble del rey Luis, sino en la habitación de adobe de nuestra posada. El prisionero es un francés, y su historia tan inverosímil que podría ser verdad. Embarcado en un barco, desembarcó en Lisboa donde trabajó, y después buscó volver a Francia, vagando por las costas de Portugal y Galicia. Tenía un pasaporte de indigente emitido por el gobernador de Oviedo, que le permitía ir de municipio en municipio hasta la frontera de Francia. En Cangas, en la cruce de caminos que salen en cinco sentidos divergentes, no encontró el bueno, y remontando el valle del Sella llegó a Liébana, no comprendiendo nada de estas montañas. Las gentes de Espinama aun entendieron menos este error y desconfían de su prisionero con tanto o más rigor que de los bandidos que vagan por los bosques y han robado algunos cepillos de las iglesias. La imaginación sigue su curso, la sesión se prolonga un poco. Como nuestro francés tiene muy mal aspecto, un gran mostacho para un marino y una historia muy romántica para nuestro fin de siglo, el juicio concluye devolviéndole a la guardia civil.

Encajonado entre dos muros calcáreos, el valle de Igüedri, que nos lleva a Áliva, refleja todos los calores de la canícula, y la velocidad del convoy está en rezón inversa del tiempo que tardó en formarse. Nuestro grupo hace largas paradas bajo las hayas o los bojes de la senda escarpada, y nos deja caminar con comodidad acompañados de una horrible pastora, tan locuaz como sucia. A falta de pan buenas son tortas y tenemos paciencia hasta la llegada al puerto de Áliva. Manan las aguas trasparentes, en un suelo fértil y con un humus profundo. Se sigue por el rellano de la escalada, y este extenso rellano aísla dos macizos inmensos que le bordean con sus muralla dentadas y sus formidables agujas. Al pie de estas escarpaduras se esconden las cabañas. Nuestra pastora nos muestra la suya, que humea en un repliegue herboso. La casita no es grande, y se necesita valor y sobre todo el sueño de los justos para que puedan dormir doce, un amontonamiento que debe someter a los habitantes a pruebas singulares.

Pero ahí está el camino de la mina que describe sus curvas sobre la vertiente. En la plataforma tenemos sombra; hace fresco. Nuestros hombres aceleran la marcha; pronto aparece la casa de las minas. Allí nos atienden; la cama “del rey” está preparada.


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