Le Tour du Monde
EL GRAN MACIZO

La Torre de Cerredo. — La Torre del Llambrión. — En Los Hoyos.
(29 de julio — 1 de agosto de 1892.)


Al día siguiente ascensióno a la señal geodésica de Cortes; dos días después salida para el gran macizo por los caminos abiertos de Áliva, entre filas de mineros, curiosos de ver este convoy y sonriendo por nuestro atavío. Hace uno de esos días calurosos de España, y nuestros hombres sudan cruelmente bajo sus pesos mal atados, que crujen y se desarman a cada falso movimiento. Delante de nosotros se levanta la blanca muralla de la Peña Vieja, de aspecto salvaje, cayendo a pico sobre nosotros, sin un camino visible. Existe sin embargo una cornisa, pero tan estrecha que no pasan las mulas y que los hombres pasan deprisa, con miedo a la pared vertical tanto hacia abajo como hacia arriba. Sin embargo el rey pasó – no con gusto, cuenta la leyenda – y Alfonso XII le llevaban a hombros. Nuestro guía, Francisco Salles, llamado Bernat, traído por nosotros desde Gavarnié, con reflexión burlona, pone su huella de buen sentido montañero respondiendo a este hecho: “él era rey y fue llevado a este lugar; yo no soy más que un pobre diablo y llevo: pero él está muerto y yo estoy vivo”. El “balcón” al parecer pronto mejorará; ya que una nueva compañía comienza a explotar una mina más alta, y deberá limpiar un paso menos escabroso. Nosotros hemos franqueado la cornisa contra la cual se abre una galería, de acceso húmedo y peligroso, levantada completamente sobre el vacío y llegamos a la mina superior, la mina del Vidrio. Un simple peón la descubrió por azar hace unos meses, y la declaró al estado. Él encontró comprador por 15.000 francos. En medio de un muro de piedra seca que circunscribe su dominio, dirige los primeros trabajos de la explotación, donde se harán maravillas, hay que creerlo.

Dibujo

Gué de Mier.

En lo más alto, en el collado de Santa Ana, un oyó profundo aparece delante de nosotros, en medio de piedras y neveros, un pequeño césped verdea entre los guijarros. Esta será nuestra primera morada en el desierto. No está tan solitario como parece, porque tenemos la compañía de un centenar de rebecos que retozan sobre la nieve; rara aventura en esta calma mortal donde no hay ni siquiera pájaros, un grito un sólo grito de hombre se oye de pronto, proviniendo del abismo. ¿Tal vez algún cazador, uno de los ladrones de Espinama, yo que se? Es el único ruido humano que escuchamos desde hace días y jamás encontraremos a su autor. Nuestros hombres en vano han mirado, escuchado, buscado. La misteriosa llamada quedó perdida y aislada en el eterno silencio de estas ruinas. Para el emplazamiento de la tienda elegimos “el Ollo de los Bouches”. Que se monta en un abrir y cerrar de ojos, precioso abrigo. Y mientras que los hombres adormecidos roncan, después de haber arrimado los bultos, nos vamos a ver la montaña desde una de las terrazas de la plataforma. Esta terraza da sobre un hoyo inferior, tristemente cerrado en su cubeta de piedra. Todo esta silencioso en este grave atardecer. Jirones de niebla rizan las cimas, rectas y peladas como a golpes de sierra. A la derecha, “el Naranjo de Bulnes” extiende su panza de globo que cae a plomo al vació en todas las direcciones.

Al despertar hacemos un descubrimiento divertido. Falta alguien en la tienda que ha desaparecido con armas y bagajes, es Labrouche. Le buscamos en vano en el almacén de cosas disparatadas y amontonadas. Hay unos minutos de espera ¿Dónde habrá podido ir con su cama de piel de carnero? Organizamos una expedición… Y le encontramos durmiendo sobre la hierba helada. El pobre diablo se refugió sobre el helado terreno para huir de los funestos ronquidos. Pronto se levanta y en unos instantes todo el mundo está en movimiento. Gaietano y Bernardo, nuestros porteadores, vuelven a Áliva, de donde traerán el resto de la carga; Francisco y Juan van con los viajeros a la conquista del Cerredo. Confiamos la guardia del campamento a los rebecos. Descender el hoyo vecino y remontar la pared a la izquierda a través de las piedras y las nieves que se disputan estas alturas, no en más que un juego, y el collado está muy próximo. ¿Pero a dónde va este collado inferior de Arenizas? Los abismos se abren en una desconocida cadena de cordales. Donde no vemos más que azul en el cielo, rosa en las torres iluminadas, gris perla en las otras; las ásperas crestas de hielo destacan en la serenidad del día. Estanaturaleza ruda se alegra con la luz y canta al sol en su melancólico recogimiento.

De pronto, mientras miramos esta tierra misteriosa desde el collado, Francisco suelta un fuerte juramento y estremecido sobre su fuerte complexión, como picado por un aguijón, acaba de reconocer que estamos sobre una pista falsa. Aquí está corriendo como un diablillo al otro collado de enfrente, haciéndonos a continuación signos para alcanzarle, tarea muy fácil al lado de las otras. El soberbio Cerredo está muy lejos todavía y tenemos que seguir paredes desgarradas y escabrosas para alcanzar la base. Esta gimnasia es dura. Vamos a acampar sobre una cima próxima, donde tomamos visuales angulares. Las malditas nieblas juguetean todavía en el admirable círculo de montañas que dominamos. En frente se alza Cerredo, con sus piedras como personajes vivos, imitando bajorrelieves de todos los tipos, gesticulando en todos los sentidos, representando las escenas más extrañas, un obispo al lado de un caballo, o un elefante junto a una máscara antigua. Francisco rebusca en la roca para encontrar un paso. Hace tiempo que partió, y comenzamos a creerle vencido, cuando su silueta grande como un muñeco caído de un asteroide, surgió sobre la espalda vertical de la montaña. Acogemos su aparición con hurras. A la manera Barégeois, Bernat ha encontrado el camino del rey de los Picos de Europa. Enseguida le alcanzamos, y él nos hace los honores de su hallazgo, que las amenazantes nieblas nos lo habían hecho aparecer sino imposible, al menos peligroso en esta hora tardía. mal que bien nos izan con cuerdas en estas paredes escarpadas.

Dibujo

Macizo Central, visto desde lo alto de la Peña Santa de Enol. — Dibujo de Taylor, Grabado por Privat.

No hacemos más que tocar la cumbre sobre la gran torre (2.642 metros), y descendemos primero con la cuerda, después a la carrera, para alcanzar nuestro camino de la mañana que atajamos evitando las cornisas de Arenizas. ¡Al galope en el collado! ¡al galope al fondo del hoyo! La noche avanza; remontamos una pared ¿Dónde podemos estar? ¡Perdidos, totalmente perdidos en la niebla espesa y fría, perdidos a pesar de nuestras brújulas, nuestros guías y nuestro talento! ¡Fue bastante vergonzosa la carrera a través del crepúsculo helado, Francisco arrancándose los pelos y Juan masticando su pipa encendida! Corren de un lado para otro, nos congelamos con filosofía, nuestros hombres llaman — ¡voz que clama en el desierto!

Finalmente, después de una lamentable espera, encontramos nuestro camino de la mañana; descendemos, subimos; y no sin una marcha bastante larga todavía, alcanzamos el deseado campamento. Pero está solo, completamente solo, hondeando su lona húmeda sobre las piedras rezumantes. Nuestros porteadores no han regresado. Entonces comienzan las dudas en la negra noche. Durante largo tiempo nadie responde; luego del hoyo profundo sale un grito que quebranta la roca; después otro; y al fin llega nuestra gente, abrumados por la fatiga, y su carga aligerada, ya que han sucedido en la ruta incidentes extraordinarios. Hemos causado daños inesperados en la cama real de hierro de Áliva y la extraña repercusión de estos daños es la pérdida, ante nuestro inmenso furor, de diez litros de vino que la cama sedienta, parece ser que ha absorbido entre sus acanaladuras.

Esta mañana hay un gran movimiento. Nuestra casa va a cambiar de lugar y a plantarse al lado de algunos cordales, al pie del glaciar del Llambrión. Muchas horas más tarde, sobre un emplazamiento detestable, se levanta de nuevo la tienda. El viento del mar trae nieblas espesas; comienza a lloviznar y nuestro final de jornada se anuncia malo. Pero nuestros hombres tienen recursos para matar el tiempo y el aburrimiento. Han recogido líquenes en las piedras y han hecho fuego sobre una colina próxima. Nos sentamos en medio de ellos, alrededor del brasero que la lluvia glacial hace chisporrotear. El humo pasa pesado, a través de las nubes pesadas, chocando contra ellas y mezclándose. Allí, acurrucados en círculo, cantamos las canciones de Francia, las de los bajos Pirineos; nuestros hombres cantan las de su país asturiano. Perdidos a 2.400 metros en este húmedo paisaje donde los vientos se tragan los vapores y hacen castañetear la tela de nuestro abrigo, este concierto tiene algo de inmensamente dulce. En esta soledad desesperante del desierto es un estallido vida, en el que se da libre acceso a la poesía rústica, en despecho de las inconveniencias de la naturaleza.

Dibujo

Casa de la mina de Los Picayos.

A la mañana siguiente remontamos el gran glacial de Llambrión, la larga ladera de nieve nos trasporta a la cresta, no sin que crueles aprensiones vengan a enturbiar nuestra última etapa. Desde la mar locas nieblas llegan a oleadas espesándose. Mientras tanto hemos trepado por las rocas hasta un punto donde sentimos el vació por todas partes; precipicios, donde las nieblas nos ocultan el fondo, se entreabren bajo la estrecha cornisa en que nos hemos refugiado. Francisco ha ido a la descubierta y declara que la cima está muy lejos aún y puede ser inaccesible, ya que las paredes son muy empinadas. Bernard uno de nuestros guías parece sorprendido de ver que queremos más. Este hombre es buen montañero, pero como todos los cazadores, su noción de las cimas se reduce a la de los puestos de caza; la cumbre les es tan indiferente como para nosotros es deseada. Hemos protestado mil veces, protestamos, protestaremos. Trabajos y palabras perdidas. Nuestro grupo está triste, azotado por las nubes malsanas que vienen del golfo, entre un español que inclina la cabeza a nuestros reproches y un francés que mueve la suya ¡no sabiendo que hacer!

Hay que descender, faltan víveres. La opinión es unánime con la excepción de un sólo opositor: Labrouche, un hombre nacido en la playa, ha sentido el olor salino de las brumas, escuchado el ruido del viento y valorado su fuerza por los remolinos que hacen los vapores. Son las siete. Pide tres horas de gracia: “es la calma de la marea; hacia las diez todo se habrá aclarado, o yo me engaño”. Discutimos, votamos y gana el si. La espera será larga y desolada, en este peligroso nido de águila.

A las nueve y tres cuartos un gran agujero azul se abre en el cielo y a las diez se rompen las últimas nieblas. La gente aclama al hechicero y el valor vuelve a todos. Francisco parte descalzo por la inverosímil cornisa que hay que seguir. Se prepara la cuerda; dejamos lo que no es indispensable; el resto se transporta con infinitas precauciones. El paso es tan estrecho que un gato tendría dificultades de equilibrio, y el vació, un vació horroroso se abre por debajo, sobre rocas pulidas donde las pequeñas piedras ruedan como sobre el mármol. Más allá hay una muralla sin salida, casi con caída a plomo. Nos izamos, izamos una parte de los instrumentos, izamos todo con la cuerda, también los prismáticos. Estamos sobre la última cima y ponemos el pie sobre la Torre del Llambrión (2.639 metros).

De pronto baja la niebla, las crestas se aclaran, la vista azul del mar se extiende más allá de la línea blanca de nubes. Sólo la Peña Santa, con su extraña envoltura, atrae a las incesantes nubes que la envuelven como un corsé y la enlazan bailando una farándula rosa. Los circos majestuosos del macizo central se alargan en todos los sentidos con sus festones desgreñados, sus anchas lenguas de nieve, Santa Ana, Cerredo, Orriellos, donde se juntan las tres provincias, y otros picos que salen de la mar de aborregadas nieblas. Saint-Saud visa con sus instrumentos los gigantes amontonados, las torres en caída vertical, los balones cuya ancha panza sale de una base asfixiante, como el busto de una bella mujer.

Pero tenemos que partir, y Francisco se niega a pasar por el mismo camino. Ha encontrado, dice él, una gran ruta. Imaginad un muro completamente vertical, apuntalado por un segundo muro que es casi igual y forma un espolón sobre el glacial. Entre los dos muros un agujero estrecho que bien puede tener treinta metros de caída vertical: he ahí la calzada. Bernardo descendió con la cuerda por nuestro camino de ascenso, apurado tomó nuestro equipaje y llega siguiendo la cima de la grieta hasta el pie de la canal, maravillosa habilidad, no usando ni piolet ni piquetas, marchando con sus albarcas sobre el extremo biselado y equilibrándose no se sabe como. Ya está abajo y nosotros descendemos con la cuerda por el precipicio. Francisco en pie sobre la primera muralla y largando la amarra a medida que nosotros rodamos en el vació. La cuerda es demasiado corta y nos quedamos en la grieta, donde nos resguardamos como podemos del hielo Nuestro guía tira la cuerda y desciende a su vez ¿Cómo? Misterio. Siempre es el que está ahí, entero, sin desolladuras, confiado de su hazaña. Calzamos los zapatos; la nieve está blanda; el descenso agradable, y pronto alcanzamos nuestro campamento, después de resbalones fáciles no sin que uno de nosotros encuentre el medio, bajo el pretexto de acortar el trayecto, de casi romperse el cuello en una inofensiva muralla.


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