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Sotres.

Volvemos a los pueblos altos, entrando a los valles, introduciéndonos en las montañas. Dejamos Panes a nuestra izquierda. El paisaje se cierra sobre el río Cares como si le quisieran beber aquellas gargantas de piedra. Nos detenemos un momento ante un puente de piedra, viejo y con el murete abolido, sobre las corrientes, finas, puras aguas cristalinas (de un cristal con los reflejos de la esmeralda) de este río prestigioso. El río, ni se plantea el ser el más guapo de España, pero nosotros sólo veremos una vez el paso de sus aguas bajo este puente: a la siguiente mirada ya son otras aguas las que bajan, corrientes aguas puras, cristalinas, indiferentes a la trucha que salta o a la hoja dorada que cae, por ley de otoño. El río va tranquilo y despreocupado; como escribió Alfonso Camín de las golondrinas:

¡Si no han de entrar en combate,
para qué pintar banderas!

De un prado bajo sale una arcea. Subiendo en Niserias en dirección al Cuera, Alles se va perfilando en lo alto, con la fábrica imponente de su iglesia parroquial destacándose sobre el caserío y asomándose al valle. El Pico Peñamellera, mojón central del territorio, que bautiza a dos concejos, parece sonreidor en tanto que las casas de Bores se dispersan y se reúnen en sus campas, hasta el límite de la piedra. Luego, por la carretera en la que está Ruenes, entramos en Cabrales; nos detenemos un momento en Arenas para hacer unas consumiciones, que se nos hacen baratas, pero nada decimos. La prudencia en estos asuntos ha de ser fundamental en el viajero. Volvemos a cruzar el Cares en el empozado Poncebos para ir a Tielve y a Sotres: frente a nosotros conforme ascendemos, se oscurece Camarmeña. La carretera a Sotres es de gran utilidad para este pueblo alto, que se eleva a 1.050 metros. La garganta del río Duje forma abismos de espanto. En una curva, un coche que subía ha chocado frontalmente con otro que bajaba, se ha abollado una aleta, por la gravilla de la carretera se dispersaron los fragmentos de los parabrisas y los conductores aguardan la llegada de quien haya de acudir en estos casos para que haga lo que sea costumbre. No pasó nada.

La carretera es muy abundante en curvas, y al dar una aparece otra, hasta que al fin llegamos a la entrada de Sotres, entre nieve y rocas.

No es este Sotres ni parecido al que visitó el Conde de Saint-Saud, y donde anotó que "desde Sotres hasta Áliva es preciso remontar el sombrío y desierto valle del río Duje, entre esbeltas agujas y riscos deformes". Saint-Saud pasó por aquí en 1893, de camino hasta Pandébano y el río Duje, y señala que es "otra aldea perdida en el macizo de Andara". Añade que "la formidable garganta del Duje resguarda al pueblo en uno de sus repliegues. Sotres se escalona orientado justo al sur, sobre un afluente a la derecha del Duje. Esta aldea tiene una leyenda relativa a su común origen con Bulnes y Tielve: en el siglo XI los pastores de Arenas habían fundado los tres caseríos, y Sotres, el más alejado de todos, recibía el nombre del triunvirato: Son tres".

Naturalmente, esto parece un chiste o una contribución del conde montañero a la etimología y a la toponimia fantásticas. No obstante, uno se pregunta al llegar a estas alturas qué pudo perdérsele en ellas a los antiguos pastores que aquí se establecieron, lejos de los pasos transitados, del comercio, de las ventajas que ofrecen los valles y las riberas. ¿De quién buscarían refugio en estas alturas, de qué piraterías obtendrían el sustento en estos horizontes perdidos?

Pero Sotres ahora ha cambiado mucho, y en estas montañas los cambios son imponentes, formidables, aunque en ocasiones también sean desastrosos. Gracias a la carretera ya no es la más apartada de las tres aldeas cabraliegas, aunque continúe siendo la más alta, con los 1.070 metros que le otorga el coronel Maury, el cartógrafo de Saint-Saud (Lueje, en cambio, le da 1.050, y nosotros, como no hemos hecho las mediciones, reconocemos que puede tener razón cualquiera de los dos). Hoy es Bulnes el lugar más apartado, debajo de la sierra de Maín. Sin duda por esto conserva un aire más arcaico, que en Sotres está desapareciendo con las nuevas construcciones. Las casas sotrianas son feas, feas de necesidad: es raro ver ya alguna casa de piedra, y la uralita, el aluminio y el hormigón han sustituido a los viejos materiales. Por otro lado (y esto es menos justificable), también la basura y los plásticos llegaron al pueblo. Porque el carácter funcional, sin la menor concesión al tipismo, de las edificaciones se justifica por el hecho de que sus habitantes están condenados a pasar largos y duros inviernos, buena parte de ellos aislados por la nieve, como actualmente la carretera facilita el acarreo de modernos materiales, se procura que los caminos y las viviendas sean más prácticos y confortables, aunque resulten menos estéticos. Antes todas las calles estaban empedradas, y ahora las más importantes son de cemento. Las fuentes públicas presentan la curiosa característica de no tener agua ni desagüe. Al pueblo entran turistas, que compran calcetines de lana para el invierno. Una hilandera está de pie, a la puerta de su casa, en madreñas y con la rueca en la mano, en "pose" fotográfica, al tiempo que pretende explicarnos lo que es la rueca y para qué sirve la lana.

— Oiga, que no somos de tan lejos — digo, cortándola.

Otra se propone vendernos unos calcetines, y por dar conversación hace amargas consideraciones sobre lo cara que está la vida, que ya no hay nada barato.

— ¿Y los calcetines?
— Ya digo, no hay nada barato.

Subimos a lo alto del pueblo, que en esta zona tiene las calles escalonadas, a contemplar Pandébano, que se recorta bajo el sol. Aquí termina el camino, pero unos cientos de metros más abajo hay un coche despeñado: no se explica uno cómo pudo haber llegado hasta allí. A oriente, detrás de las peñas, está Tresviso, con su queso y la leyenda del cura que no era cura, sino zapatero de Pimiango, y sobre quien escribió un poema en corizas el poeta Celso Amieva. Y hablando de queso, bajamos a comer a La Gallega, casa tradicional y de buena ley.

Las tardes caen rápidamente en estas alturas en otoño. Las mozas sotrianas llevan gruesos jerseys de lana, y la cara colorada, como siempre. En el interior de los bares hablan sentenciosamente viejos que disponen de todo el tiempo del mundo para dilucidar mínimos secretos. Al salir a la calle, reconfortado con un café negro y una copa de orujo de Liébana, oigo decir a una vieja vestida de negro si esas nubes negras no serán de nieve…



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