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El Naranjo de Bulnes desde Asiego.

Al poco de la entrada en Carreña, capital administrativa del concejo de Cabrales, si el viajero viene de Llanes o de Cangas de Onís, parte una carretera a la izquierda que lleva al pintoresco pueblo de Asiego, incrustado en la montaña y bien orientado al sur, solano y con huertos. Un camino por el monte lleva a Puertas y de ahí se sale al Puente Golondrón, en donde la carretera hace una curva prolongada y aguda, en la que durante unos metros casi queda paralela de sí misma, y hay, en medio de la curva, y sobre la ladera que se desploma hacia el río Casaño, las ruinas de una casa de galerías que fue posada y lugar de reunión de contrabandistas durante la última guerra civil. No queda otro remedio que imaginar a aquellos aventureros, que volverían con sus mercancías desde la costa, atravesando el Cuera, y que en caso de necesidad se internarían en algunos lugares inaccesibles de los Picos de Europa, únicamente conocidos por ellos. Seguramente entre estas paredes sucedió alguna historia sórdida o romántica, o por lo menos se contaría para amenizar alguna prolongada sobremesa, en tanto que afuera caía la nieve y soplaba. Situada en lugar tan áspero y solitario como Puente Golondrón, aquella posada no podía ser otra cosa que un refugio.

Mas regresemos a Asiego, lugar más soleado y con mejores vistas. Es un pueblo ecléctico, con buenas casas antiguas, de piedra y algunas con galería, y modernas construcciones de uralita y plaqueta que afean el conjunto; pero ya hemos observado que la vida en estas alturas es dura, y pueden concedérsele licencias estéticas a sus vecinos, que bastante hacen con soportar a pie firme los rigores del invierno. La iglesia, a la entrada del pueblo, tiene un encanto rústico y un interior no exento de interés.

Mas lo más notable de Asiego es el Naranjo de Bulnes. No es que este pueblo que protege su espalda en el Cuera quede especialmente cerca del mítico pico, pero todo lo domina con su altiva presencia: el Naranjo, en Asiego, se ve desde las calles, desde las huertas, desde las galerías de las casas, desde la carretera, desde la barra de uno de los bares. No queda otro remedio que detenerse y mirar, y entonces se da uno cuenta de que parece que vigila. Aquel monte, allá lejos, tan destacado, tan altanero, tan individualista que ningún otro monte se le acerca, para algo está. No es posible que haya en el mundo un monte así para nada, o solo como pretexto para que lo escalen los montañeros. Y cuando el monte, como si fuera una deidad terrible, cobra sus víctimas humanas, y las patrullas de rescate luchan angustiosamente no sólo contra la montaña, sino también contra el tiempo, y el nombre del Naranjo vuelve a saltar a las primeras páginas de los periódicos (de estos montes sólo se acuerdan en los llamados "medios de comunicación" cuando se ponen serios), los vecinos de Asiego continúan haciendo su vida normal, casi sin mirar para él, como siempre, aún cuando las miradas de todo el mundo estén pendientes del drama que se está desarrollando en sus paredes. Pero con drama o sin drama, el Naranjo de Bulnes es inmutable para las gentes de Asiego y todas las tardes a la puesta de sol, la pared caliza de ponientes toma un color anaranjado.

El monte siempre estuvo ahí, terrible y familiar. Si alguien escucha en Asiego los versos de Alfonso Camín:

Se alza el Naranjo allá arriba
hondero como Pelayo;
tiene los cielos por criba,
tiene por fajín el rayo.

A lo mejor se le ocurre pensar, sin duda sensatamente, que el poeta exageraba…




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